Isabel Flores de Oliva o también conocida como Santa Rosa de Lima nació en Lima el 30 de abril de 1586. Sus padres fueron el arcabucero Gaspar Flores y María de Oliva. Bautizada como Isabel, su madre empezó a llamarla Rosa desde que un día, al acercarse a su cuna, le vio el rostro encendido como una rosa. La mayor parte de su infancia y adolescencia los pasó en el pueblo de Quive, una reducción indígena ubicada en la sierra de Lima, entre la confluencia de los ríos Chillón y Arahuay.
Hasta allí se trasladó la familia Flores de Oliva, porque Gaspar había conseguido trabajo como encargado de una mina. De niña, la futura Santa Rosa de Lima sufrió una enfermedad que le imposibilitaba la movilidad de las piernas. Su madre quiso aliviarle con una receta local, cubriéndole las piernas con pieles de buitre, medida que finalmente agravaría los males de la pequeña, sufriéndolos en silencio. Recibió en 1598 el sacramento de la confirmación, junto con otros dos niños, de manos del arzobispo Toribio de Mogrovejo, también futuro santo.
Una vez crecida la niña, sus padres quisieron que tomara interés en los negocios de la familia y su madre un día la llevó al ingenio minero para que viera el procesamiento del metal. Santa Rosa de Lima no mostró ningún interés y, por el contrario, advirtió a su madre que el oro era la moneda que ofrece el mundo para perdernos. Al ocurrir un derrumbe en la mina, los Flores de Oliva tuvieron que retornar a Lima. Rosa ya estaba decidida a seguir la vida religiosa y tomó como modelo la vida de Santa Catalina de Siena. En 1605 quiso ingresar al monasterio de Santa Clara, pero debido a su pobreza no pudo reunir la dote necesaria. Entonces hizo voto de vivir consagrada al Señor vistiendo el hábito de terciaria dominica y edificó con sus propias manos, en el huerto de su casa, una cabaña en la que pasaba el día orando o mortificándose. Abandonó los alimentos de la vida diaria, sobreviviendo a pan y agua que combinaba con hierbas y jugos. Llevaba cilicios en torno de los miembros y se flagelaba a menudo; cuentan sus hagiógrafos que en una ocasión trató de infligirse cinco mil golpes en un lapso de ocho días, a imitación de la pasión de Cristo. Llevaba una corona de espinas tan apretada que la sangre le chorreaba por las mejillas. Con abnegación recibía enfermos en su casa y los atendía.
Santa Rosa de Lima sufrió también la tentación del demonio quien ella llamó el sarnoso; pero gozó de la presencia de Dios y de las apariciones de la Virgen María, el Ángel de la Guarda y Santa Catalina de Siena. Atrajo la devoción de un círculo de damas piadosas quienes trataron de seguir su ejemplo. Los tres últimos años de su vida los pasó en casa del contador Gonzalo de la Maza, un alto funcionario virreinal, cuya esposa admiraba a la virtuosa limeña. Durante su larga y dolorosa enfermedad tuvo apariciones milagrosas y premoniciones, como la destrucción del Callao producto de un maremoto, hecho que vino a cumplirse en 1746.
Falleció el 24 de agosto de 1617, a los 31 años de edad; para entonces era tan venerada en la ciudad que a sus exequias asistieron el virrey, el arzobispo y representantes de todas las órdenes religiosas. Dos años después sus restos fueron trasladados a un sepulcro especial. El Papa Clemente X la canonizó el 12 de abril de 1671, fijándose su festividad el 30 de agosto. Fue la primera santa del Nuevo Mundo. En la campaña encaminada a su pronta santificación se conjugaron los intereses de la elite criolla y de las autoridades municipales de Lima, así como de la corte de Madrid y de la iglesia de Roma. A todas estas instancias convenía hacer de la Rosa milagrosa, como ha escrito Ramón Mujica Pinilla (1995), un símbolo del incipiente patriotismo y el emblema de un nuevo Siglo de Oro hispanoamericano.