Las primeras noticias que tuve acerca de Medjugorje son de 1995. Un compañero de seminario me habló con entusiasmo sobre el tema y –sobre todo por los testimonios- yo creí en la verdad de lo que allí sucede. Con el pasar del tiempo, algunas personas me hicieron llegar revistas y libros sobre la Reina de la Paz. Otra vez: los testimonios de personas que de pronto eran sanadas física y espiritualmente siempre me impactaron. Como varios de ustedes saben, desde el año 2010 el Señor marcó para Sor Karinita y para mí un camino nuevo dentro de la vida consagrada, nos resultó claro que el espíritu de la obra sería el de la Reina de la Paz que nos habla desde Medjugorje.
En el 2012 llegué por primera vez a Medjugorje. Fueron días de mucho amor de Dios manifestado por medio de personas concretas que nos acogieron y confiaron en nosotros aun sin conocernos. Sin embargo, debo decir que –ahora me queda muy claro- yo necesitaba más de Medjugorje, pues en aquel viaje yo todavía tenía el corazón duro para muchas cosas del Espíritu y mi ceguera era aún fuerte. De hecho, durante aquel viaje experimenté varios desencuentros con mi naciente Comunidad. Con todo, para vencer un poco mi dureza y ceguera, Dios y la Reina me permitieron ver algunos signos extraordinarios de Su Presencia: la danza del sol al caer la tarde y el cambio de color de la gran Cruz del monte Krizevac.
Este 2019 he cumplido mi 5ta peregrinación a Medjugorje. Siempre ha sido una muestra de la gran y bondadosa Providencia del Señor, por lo que siempre le estaré agradecido. Y cada vez mi experiencia de Medjugorje ha sido distinta en profundidad y alegría espiritual. En esta 5ta peregrinación, sentí bastante el peso del viaje de ida, fueron en total 31 horas de viaje, entre vuelos, horas de espera y el último tramo en bus. Curiosamente, me bastó descansar unas pocas horas para luego estar ya por la mañana con todas las fuerzas iniciando las caminatas por los lugares más o menos previstos. El calor era fuerte pero nunca sentí bochorno. Caminé mucho. El único signo extraordinario que presencié fue quizá contemplar el gran Cristo Resucitado de bronce no sólo gotear sino literalmente chorrear abundantes gotas de agua desde su cabeza y brazos. Pero ninguna gota se perdió, misteriosamente todas se perdieron en los pies del Señor, nada se perdía, eran cerca de las 7 horas de una mañana nublada y fresca.
Tanto en el Podbrdo como en el Krizsevac oré con lágrimas y me sentí consolado. Pero lo mejor de esta peregrinación vino para mí en un lugar y en un momento particularmente sacerdotal: al ejercer el ministerio en el confesionario. La cosa sucedió así: era una mañana tranquila en la que dejé en libertad a los peregrinos del grupo para que vayan a hacer sus compras y rezar libres donde quisiesen. Yo me fui a los pies del Cristo de bronce y allí me quedé un buen rato en oración silenciosa. De pronto, sentí que debía confesarme yo también. En verdad, hasta ahora en mis anteriores peregrinaciones no había podido confesarme, sea porque son pocos los sacerdotes que confiesan en español, sea porque cada vez que me veían cerca de los confesionarios me pedían muchas personas que yo les confiese y así ya no podía confesarme. Bueno, esa mañana me puse detrás de una discreta fila de penitentes de habla hispana. Traté de no mirar a nadie y taparme un poco la cruz del hábito, un gesto inútil puesto que cualquiera desde unos 50 metros de distancia o más se da cuenta que soy un religioso. En eso que preparaba mi confesión, veo que alguien por el costado se me va acercando. Dentro de mí digo: Señor, que no me busque a mí, que me deje en paz. Y Jesús, que siempre tiene sus ocurrencias conmigo, me estaba enviando una persona que haría posible mi confesión ese día luego de unos momentos de curiosa confusión. Se trataba de una mujer peruana que radicaba, no sé si en Groenlandia o en Dinamarca, pero era lejos, muy lejos de mis usuales pensamientos. Diría que me hizo el habla, a lo que yo respondía con palabras cortas para que no escuchen los demás. De pronto me lanza la pregunta del millón: «¿Usted es sacerdote?», mentir no podía, aunque tuve algunas ganas. Le dije que sí en tono muy bajo temiendo que todas las miradas de los de la fila de penitentes se volvieran a mí y se repitiera lo de mis peregrinaciones pasadas. Esta señora se alegró mucho de que fuese sacerdote, de inmediato le dije que quería confesarme primero antes de atender a los penitentes. De pronto, ella se va hacia delante de la fila y les va diciendo que yo soy sacerdote y que necesito confesarme y que deben darme pase para entrar yo primero a confesarme. Yo la verdad siempre he querido pasar desapercibido y sin hacer mucho ruido, pero la buena señora estaba tan entusiasmada con que yo debía confesarme que apenas se abrió la puerta del confesionario entró corriendo para decirle al sacerdote que yo iba a entrar. Curiosamente la puerta se cerró y ella no salió. Entonces yo me dije: bueno, mejor ayudo a este hermano sacerdote a confesar y luego lo busco para confesarme. Me puse en el confesionario de al lado esperando que viniesen los de la fila y… nada. Nadie venía. Salí para hacerles señas y de pronto la señora sale del confesionario y me dice: “Padre, le está esperando el padrecito, que ya se va pronto”. Entré de inmediato y le supliqué al padre que me oyera en confesión. Era un sacerdote ya entrado en años, no lo conocía de nada. Confesé todo lo que debía confesar y él de pronto luego de un breve silencio en pocas palabras me dijo cosas que describían mi camino de vida y cuánto Jesucristo me amaba y qué cosas había reservado para mí. Fue como una ola inmensa de consuelo que se vertía sobre mí. Era paz, era alegría, era luz para mi camino. Le agradecí con un sincero apretón de manos y medio bailando y medio flotando me fui al confesionario de al lado a asimilar lo recibido y de paso a confesar a algunos penitentes. Pero la bendición no acabó allí. A medida que iba recibiendo penitentes comprobaba el corazón contrito y humillado de cada uno. Debo decir que dentro de poco voy a cumplir 21 años de sacerdocio y que confieso a penitentes casi desde el día de mi ordenación y en todos estos años de ministerio muy pocas veces he encontrado, como en Medjugorje, tantos corazones verdaderamente contritos al confesar sus pecados. Esa mañana me hice un poco de violencia para no dejarme anegar por el llanto mientras confesaba. Esa mañana me supo a retiro espiritual. En mi alma se había posado la alegría y la paz que sólo vienen de Dios.
Es algo estremecedor ver o comprobar de cerca la acción de la gracia de Dios. Es como si acabaras de ver la huella recién dejada por el paso de Dios, como si apresurándote un poquito estarías a punto de llegar a ver la orla de Su manto. Siempre me emociona ver a Dios tan cercano, verle tan amigo, tan sin acartonamientos. Siempre me emociona verle tan cerca. En Medjugorje muchas veces he recibido de Él la gracia de un “blindaje especial” para no sufrir cuatro infartos seguidos al constatar que está precisamente a mi lado y que me sonríe. En Medjugorje todo esto se me ha hecho realidad, todo esto se me ha hecho tan cercano. Por eso cuando salgo de esa tierra bendita de María siento que algo de mí se queda allí, porque ir allá es como volver a la casa, al lugar donde tienes lo más querido, allí donde el corazón se te esponja y te vuelves otra vez niño, niño con el sombrero de cartón y montado sobre el caballo de madera. Gracias.
*Fr. Israel del Niño Jesús, RPS*
*Web de la C.M. Siervos de la Reina de la Paz:*
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http://paraserdiferentes.blogspot.com/